Esa es la eterna excusa, obviamente.
Pero, irónicamente, es la explicación perfecta a una serie de eventos que han ocurrido en los últimos meses.
Soy tan infeliz. Tal parece que mi estrés, mi indiferencia, mi congoja y mi tristeza había logrado mantenerlas a raya, guardadas en esa bonita cajita ornamentada que me permitía avanzar de manera rutinaria y monótona, como un robot.
Todos los que me conocen se dieron cuenta porque, vamos, ¿quién no vería algo tan expuesto?
Sobrevivo a base de pasar horas recostada, porque si hay que admitir cosas dolorosas, más que dormir, muchas veces me la paso recostada alimentando mi ocio, refugiándome inconscientemente del mundo exterior debajo de mis cobertores.
Creí y juré que el hecho de no hacer cosas que me gustan y me inspiran ya había sido superado y la consecuente resignación ya estaba firmada y aprobada, pero tal parece que no soy lo suficientemente fuerte para que mi convicción no flaquée. O al menos mi inconsciente no lo es.
A diferencia del punto catártico de hace cuatro años, en esta ocasión me queda en claro lo que tengo que hacer. Pero, ¿a quién recurrir? Esa horrorosa sensación de ser vista con inferioridad y lástima que me ha seguido desde los once años cierra mi garganta y me impide pedir ayuda.
Tengo miedo de a que me llevará mi depresión en esta ocasión...
No hay comentarios:
Publicar un comentario